#37. María Grande y sus elementos
Una visita a la localidad entrerriana ubicada a 65 km. de la capital provincial (Paraná) filtrada por los ojos de un turista aburrido
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Fuego
Vamos al súper. La cajera es la única empleada. Atiende a un muchacho que lleva pollo y verduras. Nos toca a nosotros. 200 de barra, 100 de salame milán. A la tarde volvemos. Otra chica está en la caja, en la carnicería un joven nos torea: “¿Qué quieren?” Pedimos un kilo de hamburguesas caseras, para no llevar las Paty. Todo está dado para comer las burger mientras vemos el partido de Colón contra Chaco For Ever en TyC por Flow. La pequeña bolsa de carbón -que también compramos- no agarra. Su cuero o bolsa se va a extinguir, inútil. Buscamos papel por toda la casa. Nada. Nos resignamos a pedir pizza porque el fuego no alcanza. Por lo menos ganó Colón. A lo Colón, pero ganó.
Tiro al fuego dos papeles. Lo que Agustín “rescata” de este viaje. Que siempre hay que revisar las bombillas antes de salir porque sino te vas a llevar la mayor trabada de tu vida. Lo que yo saco de aprendizaje. Que puedo tragar las pastillas (de la presión y del colesterol) usando mi saliva como agua.
Agua
Algo huele a podrido, debe estar prohibido. Lo bueno del asunto es que activamos el olfato. Bah, la nariz se despierta sola ante la alerta de la náusea. No es necesario, querido Prof. Farnsworth, portar un oloroscopio para ello. Descubrimos que el olor a animal muerto sale de la canilla del living comedor. Abortamos el vaso de Pepsi y los mates, contaminados, en dos momentos distintos del día. Dentro del baño de la terminal, el agua también viene podrida. Menos mal que en el sanitario de la cabaña, no me preguntes por qué, no pasa eso.
A mí me parece claro como el agua estancada
no pasa nada
A mí me parece claro como el agua podrida
así es la vida
Aire
El arnés descansa en el piso. Hay que poner los pies en la parte de atrás y subirlo como un pantalón. Una vez arriba, la parte delantera se engancha como mochila. Después te ponen el otro seguro que te cuelga como el pecado en misa. Finalmente, el casco amarillo con un dial (permítanme llamarlo así, justicia radio-poética) que se ajusta a tu frecuencia. Subo unos metros. Miro hacia adelante: el parque aéreo. Vértigo. Perdón. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Bajo. Miro a Agustín con orgullo. Qué mezcla de orgullo y de miedo.
Caminamos para la terminal. Estuvo bueno visualizar cómo María Grande se va haciendo ciudad en el interín: con sus zapaterías, con sus almacenes, con sus kioscos y drugstores, con sus autos. Pero la medida del pueblo, siempre tensando, se da en el saludo a toda persona que se cruza en el camino, sea local o foráneo, se examina y se devuelve unas palabras. Llegamos a la terminal luego de caminar 2,7 km.
Son las 10. El próximo coche a Santa Fe es de la empresa San Vicente y sale a las 13:40. Volvemos de un kiosco a las 12. Le pido, por favor, a las dos empleadas de limpieza cargar el celular. Entro, enchufo, me voy. Lo busco antes de la hora. Ya habían cambiado el turno. Una señora de pelo corto, blanquísimo, me atiende. “No se puede pasar”, me dice con un enojo formal y me devuelve celular y cargador. Pienso. “Si el celular escucha” (cosa que ya no deberíamos perder tiempo en dudar) ahora el algoritmo se va a ir a Mario Pereyra, cotilleos del trabajo y chismes ajenos, preocupaciones otras. Enhorabuena, ojalá por hoy que sí: que escuche.
Antes de esto, hubo otro episodio. Todavía sin el celular le pido a Agus que tome unas fotos de lo que sucede en el techo de la terminal. Entran dos palomas. Aletean y se ubican una al lado de la otra. Fisgonean a una que, ahora veo, está apostada desde hace tiempo. Parece dormida. Parece, también, un pato. Me detengo en el método de las aves. Estoy transitando un libro que se llama “Criaturas dispersas”, de la periodista Natalia Gelós. Ya sé, lo conté en un newsletter del pasado (¿o no?). Leí el capítulo “Tierra”, voy por “Agua”, quiero llegar ya a “Aire”. A las palomas se van sumando especies un poco más exóticas. Será, capaz, por eso que vuelo con sus alas. Ojalá supiera más sobre ellas.
Me detengo, dije. Planean mis ojos. Hay un instante, el arrojo al aire, que es un salto. Como los videos que vi de tela. Como esos movimientos aéreos que hay que hacer en los juegos a los que no me animé. “El salto al vacío, todo un tema”, traduce la Juli en un audio.
Tierra
El celular está cubierto de tierra. Metafóricamente hablando. ¿Por qué digo esto? Porque no hay nada nuevo en mi grupo de WhatsApp unicelular, Yo Leo. No anoté nada. Decidí jugar a la memoria. Si algo es importante (o si mi memoria es buena) habrá recuerdos. Y unos traerán de la mano a los otros. Eso estaría pasando. Estaría, ahora, desenterrando del ayer vivencias en María Grande.
Una de ellas tuvo lugar en la terminal. Para variar. Éramos pocos y parió mi abuela, decía el dicho. Llega una mujer. Saluda. Otra mujer, en bicicleta. Hace un chiste. Saluda. Un tipo con cara pícara. Saluda. Pregunta: ¿Acá se puede fumar? Acá es el patio. Respondemos con lo que nos sale y el inconfundible gesto de los hombros en coreografía espontánea. Prende el pucho. Riendo pregunta: “¿Este va al pingo?” Respondemos que no sabemos y nos reímos por dentro. Yo le digo al Agus que El Pingo debe ser el casino, por eso de que “los pingos se ven en la cancha”. Y porque tenía pinta de jugador el loco. Agus se tienta por las otras alusiones de la palabra pingo. Compramos el pasaje. Un impreso barato con un garabato en el casillero que dice Paraná. Al final leemos El Pingo. La pucha, ¿por qué soy tan prejuicioso? O, en todo caso y además, ¿por qué soy tan simbólico? Igual, por eso, me estás leyendo, ¿no?
🎮 Un anagrama pedorro porque sí:
La tierra sería (el) ARTE (de) IR.