#47. Particular alquila: Limones
Primera parada temática en mi nueva casa, el destino de mi mood-en-danza
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Instantánea
El domingo patrio carga en su barriga con una lluvia de madrugada. Un recuerdo le basta para largar pingües gotas por el patio de casa. Moja lo que toca, le da ritmo a las cosas: baldosas, pasto, limonero, asador, techo, escoba, pala, basura electrónica. “Estaría bien tomar una foto con este filtro”, digo mentalmente siguiendo la línea de un maduro actor centroamericano. Saco la foto desde un punto que deje a resguardo del agua al celular. Lo compré hace diez días y no merece, ni por modelo ni por antigüedad, lidiar de tan peque con mambos digitales. La pantalla tira un resultado visual. Yo la recibo como si fuera el regalo horizontal de una Polaroid. Nunca tuve una Polaroid. Ni una Playstation. No me quejo para nada de mi infancia, sólo que el loop de las faltas -innecesarias- se activó. Nunca tuve un selfie stick. Nunca había tenido un limonero hasta ahora. Perdón, un lemon tree.
Se me da por agarrar una nota que dejé colgada hace un año (eso no se hace). Alicia, autodefinida en su libro como “la que no tuvo árbol”, me regala esta frase por teléfono, desde París: el árbol tiene la forma del tiempo. Cuánto jugo, cuánta sustancia, tiene su modo tan dulce de aposentar ideas en una cadena de palabras. Esto no es metáfora, no no. Es un ajuste del tornillo siempre flojo que sostiene el tobogán por el que se zambullen las historias en este mundo. Para que caigan como esquirlas de trama, igualito al modo bomba en que se tiran los pibitos al agua, así como caen los limones en el patio de mi nueva casa. Limón: granada de mentira. Sorete de cotillón. Canoa sin desempacar. Pezón rugoso. Estoy en la cocina. Aguardando el tiempo del guiso, me entero del bombardeo cítrico. A la tierra se le hacen chichones.
Tantos limones
¿Cuántos limones habrá? ¿Cien? Hugo me responde con una onomatopeya que se parece a la fuga de un caño de escape. Serán 300, dice, con el foco puesto en el árbol. “Me llama la atención lo que carga, pobre. Un día voy a venir a podarlo, pero con cuidado, dice que si lo hacés a lo loco, el limonero se enoja y no da más frutos. Se seca. A mí me pasó”. Instilado por una charla reciente con otro botánico-de-oído me estiro vocalmente y paso al frente: “¿Este es un limonero cuatro estaciones, no?” Hugo me clava sus ojos celestes y afirma: “Sí, claro”. Igual, acomoda, “esta es la temporada”.
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Busco en Google una aplicación para contar cosas. La descargo. No diría que es intuitiva. En todo caso, tiene una intuición atada con alambre. Count Things funciona a partir de plantillas de “cosas”. Cosas son pastillas, monedas, renglones, barras, tubos, troncos, huevos (de insecto, de pescado), células, larvas, semillas, frutos, animales vertebrados, láminas, perfiles de aluminio, perlas, cajas, diamantes, ladrillos… y paro de contar. Si bien algunas pueden andar cerca, no me sirve ninguna. Lo noto cuando me bajo la plantilla para contar pastillas. Cuenta 44 limones/pastillas, quedan varias fuera de serie (ver imagen).
Sean doscientos o trescientos (ojo que no haya más), no sé qué hacer con ellos. No me quejo de lleno en época de vacas flacas. Pero seamos honestos: ¿cómo sacarle el mejor jugo posible a la fertilidad del árbol? ¿Deberé preguntarle a la IA qué hacer con tantos limones? ¿Acaso me abrirá el abanico de alternativas, más allá de limonada para todo el barrio, adobo para la carne o un elixir tal como el licor? ¿A qué distancia estoy de una plaga -una hermosa plaga, vamos-? Por lo pronto, me trazo dos metas: limonada y regalo para quien se cruce en mi camino.
En las alturas
Lubi fue la primera pasajera gatuna en abordar el limonero. Calculó la distancia entre tierra y árbol, endureció su cuerpo inclinándolo hacia atrás y direccionó la suma total de su fuerza hacia adelante. Terminó entre las ramas. Amagó caminar -¿gatear aplica?- en la superficie inestable. Viendo que le costaba, empezó a llorar. Papá primerizo fue en su búsqueda. Y se acordó de súbito cómo llegó la gata común europea o angora color blanco a su vida. Pitu la rescató en una localidad costera. Estaba llorando arriba de un árbol alto, no sabía cómo bajar.
😺
Desconozco si Buri tiene una memoria del salto inscrita en su pelaje azul oscuro. Si en su ADN existirá una cadena que codifique la longitud olímpica de su lanzamiento a las alturas. Luego de explorar techos vecinos (en un futuro ver Particular alquila: Gatos), o en el interín, durante, el pequeño intrépido conquistó el limonero. Desde entonces habrá subido unas diez veces. Galguea un poco, posa para la foto, y salta feroz (y feraz) al piso. Retumba como un hijo de árbol apuñalando el suelo raso. Siento el tambor. No es un limón. Es Buri, el amasador de limones que juega a agitar pájaros confundiendo sus ojos con un fruto sin madurar o con el césped crecido, presto para ser cortado de cuajo.
Recojo 30 limones en una caja. 🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋🍋 Pongo en marcha la fase 2.
Ju(e)go sonoro
Hermano bicho
Cuando le pregunté a Guille si quería escribir una reseña de Bicho sin dueño, respondió sin dudar. Como siempre, compañero y fiel. Le salieron estas letras llenas de ternura, genuinas, sabedoras de cada rincón relatado y de cada personaje recuperado. "Lo bueno es que yo conocía todas las historias", me dijo una vez que terminó de leerlo allá por fines de 2024. Vaya si le rindió un tributo de hermano con esta lecto-escritura hermosa, publicada en Barbarie. O sea, leída, además de en Argentina, en Chile, México y España. Golazo total.
Crecí con un limonero y lloré cuando se secó. Creí que iba a vivir para siempre. ¿Qué hacíamos con tantos limones? Eran el souvenir para toda persona que pasaba por mi casa, visitantes frecuentes y no tanto: parientes, amigos de mis padres, amigas de la escuela, el sodero, el plomero, el señor que venía a limpiar los calefactores una vez el año. Consejo: tené siempre bolsas a mano con 5 o 6 limones listas para regalar.