#51. Particular alquila: La calle
Segunda parada temática en mi nueva casa, el destino de mi mood-en-danza
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Hablando solo
Estoy viendo el partido. Son las once menos veinte de la noche. Todo está dado para que ganen los ciudadanos. En el entretiempo, pienso: ¿por qué pienso tanto? No era que ya había dejado atrás esa maldita costumbre de rumiar. ¿Y qué me dicen de hablar solo? Con la mudanza al nuevo hogar traje las voces del pasado distribuidas en quién sabe qué caja. Por eso es que me digo lo que tengo que hacer, me motivo, me apruebo y me leo un poema con el calefactor natural en mi falda. El calefactor natural: la gata Lubi.
Tengo conciencia de estar hablando solo, resalta la terapeuta. No es para preocuparse. ¿Acaso nadie habla solo apenas se levanta de la cama una gélida mañana de invierno? Ni que hablar de una noche oscura luego de una jornada agotadora en el trabajo, ¿en serio? ¿No se les da por acariciar sus orejas con un baño de palabras? Los envidio. Bah, en todo caso, los envidiamos.
Un apellido
En el gimnasio se arma una ronda entre el profe y uno de los pibes. Cuenta el profe, no sé por qué, cuál es el origen del hongo como droga. Uno de los posibles orígenes. Divague al que se arrima por hablar del porro. En el descanso post curl combinado con elevaciones laterales, escucho que hablan de que el psilocybe (un género de hongos) crece en entornos relacionados con el cultivo de un cereal. Escucho una pista. Nunca antes oí mencionar eso, pero me intriga la primera palabra, aunque lo que me deja prendado es la última. El nombre de mi calle. Corrijo: el apellido.
Me gusta la palabra. Tengo mis fundamentos. No sé qué tan presente estará en mi dieta el cereal. Pero a mí me hace acordar a un jugador que pasó por Racing en los ‘90. Época, si no me falla la memoria, en la que salían las caras de los jugadores de Primera División en las tapas de las Pepsi de litro y medio. O de dos litros y cuarto. Obvio que aparece la culpa. El libro de J.D. Salinger que aún, a esta altura, no leí. A mi modo, vengo ejerciendo sobre estos renglones el papel de ese guardián. Me visita también el libro que reúne la poesía de Octavio Paz entre 1935 y 1968, algo leí de ese ejemplar que descansa en una de las bibliotecas de mis padres.
Singular y plural
En el nomenclador correspondiente a mi cuadra se escribe la calle con la letra “Z”. Igual las dos casas que portan carteles con nombre de calle y número hacen caso omiso: lo escriben con “C”. Una cuadra hacia el este (o una cuadra barrio adentro) valen para que la “Z” se transforme en “C”. Nada aclara el archivo de Internet sobre el apellido del don. Por un sitio de efemérides me entero que el 30 de abril fue un día importante en la vida del presbítero y efímero gobernador de la provincia del NEA.
La confusión o ambivalencia me resulta reconfortante para mis adentros -sedientos de jolgorio literario y bromas idiomáticas-. Una voltereta similar a la de mi apellido cuando se multiplica al plural. Pero acá ni Jesús ni la sección municipal a cargo de la cartelería y señalética en las calles multiplicó nada. Sólo cambió una letra por otra. ¿Será por eso que algunas correspondencias no llegaron a destino? ¿Se desviaron, se retrasaron, se extraviaron, se desconocieron? Porque yo, terco como una mula, puse una “C” así de grande en el principio del apellido del prohombre que encajé al sobre con destino bonaerense.
Dejemos las letras, las palabras, el lenguaje. Dejémoslo como objeto de análisis, que como instrumento nos viene bien, es quirúrgico. Entablemos con la calle, mi calle, un encuentro más cercano a una operación matemática. Operemos. Lo primero que debo decir es que dedico este apartado a mi inestimable amigo Alf. Él entenderá el gozo que me produce saber que la suma de los números de mi domicilio dan como resultado un múltiplo de 3. Óptima sensación, privilegio de pocos. Lujo que se maximiza al caer en la cuenta de que la suma de sus dos decenas, si previamente dividimos el número en dos (cosa harto común en nuestra lengua popular a la hora de facilitar un domicilio) da como resultado mi edad actual. ¡Chan!
Paz
Compré un embudo para la cafetera, repuesto original de la marca italiana, en la tienda oficial. Pero el accesorio (un chiche de acero inoxidable) no encaja en mi aparatejo. Le falta ancho, le sobra altura. Discuto con una IA que no resuelve nada. Me pregunta el número de compra. “#1853”, respondo.
Un 1º de mayo de 1853 se sancionó en Santa Fe la primera Constitución Nacional. De la Asamblea Constituyente participaron veinticuatro congresales. Las figuritas del óleo de Antonio Alice que pasaban cuando Telefé se colgaba en los ‘90. ¿Te acordás?
Esos veinticuatro congresales (todos varones) mapean mi nuevo-barrio-viejo. Son sólo tres los apellidos que no logro identificar en un rápido vuelo mental por los nomencladores de la zona. El resto se superponen o corren juntos con la certeza de nunca llegar a intersecarse. Viven, ciertas calles, con el deseo de cruzarse cual Cabildo y Juramento en una cita o en una canción; morirán, otras calles, sin toparse jamás con su paralela.
Le cuento de este plan a mis viejos en la sobremesa del domingo. Les digo, también, que me gustan las siglas de mi calle porque se reducen a P-A-Z. En cambio, si lo escribo con “c” queda un embudo loco (P-A-C) que puede disparar para lugares graciosos como P-A-C-man. Papá me dice:
-La otra vez salimos a caminar y encontramos un lubricentro por tu calle. ¿Sabés cómo se llama? Lubri—
y el apellido en cuestión
Seguro se le ocurrió a un millennial… perdón, a un ¡centennial! Un centennial como yo.
Primera parte de la saga
Leé el inicio de esta aventura llamada Particular alquila con esta oda al limonero que engalana mi patio.